Jamás encontré tus virtudes...

¿Alguna vez has odiado la amabilidad de alguien? 
Ese trato dulce indiferente hacia todo el mundo, esa preocupación inmediata hacia los que le rodean y esa calidez natural que le hace ver como un hogar.
¿Alguna vez has odiado la sonrisa sincera de alguien?
Esa que invita a flotar en  aire, a ver luz donde parece que va a nublar, y esa capacidad de transformar el llanto en una risa particular.
¿Alguna vez has odiado la profundidad de uno ojos? 
Unos que colapsan el transcurso del tiempo, unos que te miran con serenidad pero gritan deseo al verte pasar.
Odiar lo bueno, odiar en forma de rabia, en forma de frustración, pero jamás aborrecimiento, jamás de envidia o de reproche. Odiar porque te engañas, porque no hay más opción, es una pequeña trampa que le cuentas al corazón.
Lo bueno lo vemos todos, pero, ¿y lo malo?, lo malo no se ve a simple vista, no se soporta, y se odiaría desde el más sentido de la repugnancia. Por eso encontré en tus defectos, la forma perfecta de coexistir: a tu forma constante y repetitiva de contar las cosas, le dibujé unas ansias vivas de querer contar con detalles lo que pasó, a esa parte de ti que le gusta ir sacando de quicio a los demás, la vestí de afán de payaso, consumidor de risas, que necesita ver a los demás sonreír. A tu forma martirizante y poco plausible de hablar de ti, lo nombré caballero, porque luchas por todos, pero jamás por ti.
Y a tu tristeza la invité a bailar, pero no hubo forma, ya coexistía con la mía; la empecé a admirar.

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